En su más reciente libro, Nexus (2024), el historiador Yuval Noah Harari refiere que uno de los problemas que enfrentan sociedad y gobiernos del mundo actual, es la velocidad con la que la tecnología avanza. Esto hace que su regulación y vigilancia sea resbaladiza. Legisladores (en todo el mundo) desconocen a fondo los detalles de cómo funcionan algunas de las plataformas (como Facebook, X, TikTok, Google, Instagram, Youtube, por mencionar las principales) y su modelo de negocio.
Derivado de las malas regulaciones de estos espacios, las redes sociales son zonas grises en donde la palabra y la interacción pueden convertirse en realidad. Ejemplo de ello son los seguidores de Trump que en enero de 2020 se organizaron a través de estas plataformas para irrumpir en el Capitolio de Estados Unidos.
Un ejemplo doméstico: en enero de 2017 se utilizaron grupos de WhatsApp para organizar “saqueos” a tiendas departamentales como protesta por el aumento al precio de la gasolina. En ese momento, el Gobierno del Estado trató de imputarle el delito de “terrorismo” a los participantes, lo que, desde luego, no prosperó.
Una de las actualizaciones que ahora se tienen sobre el campo de exterminio en Teuchitlán, Jalisco, es que no solo asesinaban a los jóvenes que “no pasaban las pruebas impuestas” sino que mediante redes sociales se les reclutaba a partir de engaños para posteriormente incorporarlos a las filas del crimen organizado.
México tiene una crisis de violencia incontenible desde 2006. Hay factores de corrupción, de costumbre en ciertas regiones, la vecindad con Estados Unidos, de flujos migratorios y un largo etcétera. Pero, en algo que se convirtió en un modus operandi, ¿las redes sociales, -que son el hervidero donde se crea el gancho- no tienen ningún tipo de responsabilidad? A preguntas como estas, los gigantes de la industria tecnológica suelen responder que es como querer culpar a las cerveceras por los accidentes de un ebrio que conduce. Esto es: “ganamos cualquier cantidad de dinero por el uso de nuestras plataformas, pero no somos responsables de nada”.
En un mundo digital donde nuestros datos personales (y los de nuestros hijos) están a mereced de sitios pornográficos, discursos extremistas, redes de reclutamiento del crimen organizado, y cualquier cantidad inimaginable de males y peligros, el caso Teuchitlán es una oportunidad para repensar el nivel de responsabilidad de estas empresas en su permisividad de anuncios falsos, de propagación de mensajes de apología del crimen, de noticias falsas y de esparcimiento del discurso de odio.
Desafortunadamente, para empezar a resolver este ángulo del problema, los ojos tendrían que estar puestos en el futuro y por lo visto, la mirada gubernamental sigue apuntando fijamente al pasado… El de Calderón, desde luego.