La relación entre Donald Trump y Elon Musk, alguna vez una alianza política poderosa e improbable, ha estallado en una batalla pública cargada de ataques personales, reproches ideológicos y amenazas económicas. Lo que comenzó como una despedida cordial hace apenas una semana, con ambos elogiándose mutuamente en la Oficina Oval, se ha convertido en un enfrentamiento directo que amenaza con alterar no solo la dinámica dentro del Gobierno estadounidense, sino también el rumbo de sus políticas económicas y tecnológicas.

El detonante fue el llamado proyecto de ley fiscal “La gran y hermosa ley”, impulsado por Trump y ya aprobado por la Cámara de Representantes. Este incluye, entre otras medidas, la eliminación de subsidios a la compra de vehículos eléctricos, lo que afectaría directamente los intereses de Tesla. Musk, lejos de quedarse callado, calificó el plan de “repugnante abominación” y aseguró que no contribuirá a reducir el déficit nacional. Trump respondió acusándolo de “volverse loco” y sugirió que Musk lo traicionó tras haber recibido su ayuda para llegar a la presidencia.

Ambos magnates llevaron su disputa a las redes sociales, donde Musk aseguró que Trump no habría ganado las elecciones sin su apoyo financiero y logístico, e incluso insinuó que el presidente aparece en archivos inéditos relacionados con Jeffrey Epstein. Trump, por su parte, declaró sentirse decepcionado y amenazó con cortar los subsidios y contratos del gobierno a empresas vinculadas a Musk, sugiriendo que esa sería una “manera fácil de ahorrar miles de millones de dólares”.

El origen de la relación entre Musk y Trump se remonta a julio del año pasado, cuando el CEO de Tesla se sumó sorpresivamente al equipo de campaña republicano para impedir la llegada de Kamala Harris a la presidencia. Gastó cerca de 300 millones de dólares en eventos, donaciones y publicidad para impulsar la candidatura de Trump, quien, en agradecimiento, lo nombró jefe del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), desde donde impulsó fuertes recortes de personal y gastos públicos.

Sin embargo, una vez que Trump tomó posesión en enero, el objetivo común que los había unido —frenar a los demócratas— se desvaneció. Las diferencias ideológicas emergieron con fuerza: mientras Musk se alinea con el libertarismo y exige una intervención mínima del Estado, Trump promueve un conservadurismo más pragmático, con intervenciones que van desde regulaciones hasta proteccionismo económico. El proyecto fiscal dejó en evidencia ese choque de visiones, que terminó siendo insalvable.

Desde el círculo cercano al mandatario se insinúa que Musk sufre del llamado “síndrome de trastorno por Trump”, expresión usada por el propio presidente para referirse a quienes, tras salir de su administración, se convierten en críticos acérrimos. No sería el primero: figuras como John Bolton, Nikki Haley y Mike Pence han seguido ese mismo camino. No obstante, los expertos advierten que Musk, a diferencia de otros, tiene una plataforma económica y tecnológica propia que podría darle capacidad para enfrentar políticamente a Trump desde fuera del sistema.

El futuro del DOGE, creado para dar eficiencia al aparato estatal, ahora está en duda. Aunque Trump podría mantener sus objetivos, se espera que le cambie de nombre o lo disuelva, marcando así el fin simbólico de la era Musk dentro del gobierno. No obstante, quedan en el aire las preguntas sobre qué ocurrirá con los aliados de Musk aún dentro de la administración, los contratos gubernamentales con sus empresas o las investigaciones que arrastra desde la era Biden.

La pelea entre dos de los hombres más influyentes del planeta —el político más poderoso y el empresario más rico— podría tener consecuencias duraderas. Con los demócratas atentos pero distantes, y los republicanos divididos entre la lealtad a Trump y los recursos de Musk, el conflicto apenas comienza. Lo único claro es que su alianza ha llegado a su fin, y que cualquier reconciliación parece, al menos por ahora, imposible.

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